domingo, 11 de marzo de 2012

Micro-relato: La Desconocida

Bueno, estoy teniendo un par de problemillas dado que soy un poco nuevo en este mundillo, así que no voy a fallar el primer día quedándome sin publicar nada, así que os dejo con este micro-relato y voy a intentar (Como he dicho en la primera entrada) publicar hoy el primer capitulo de la historia. También añado que dejaré siempre la dirección de correo electrónico para aquel interesado en enviar algo.
historiastheodoreevans@hotmail.com
Un amistoso saludo
Theodore Evans

Como todos los días de primavera, paseaba por la playa de Finisterra mientras un amarillo y luminoso sol se despedía de un anaranjado cielo, acicalado con nubes rosadas. Caminaba descalzo, como a mi me gusta, para que mis pies sintieran el abrazo de la húmeda y fresca arena mientras la ligera brisa marina me acariciaba todo el cuerpo. Entonces la vi. Ana. Llevaba un vestido blanco. Su mirada se dirigía a la puesta de sol. Tenía facciones muy suaves y una expresión anhelante en un rostro barnizado por las lágrimas. No pude evitar fijarme en esa nueva inquilina de una playa siempre desierta en esas fechas. Al ver la gran tristeza reflejada en su bello rostro, no pude evitar acercarme.

-         - Perdona chica. ¿Te encuentras bien?

Aún sigo sin saber por qué lo hice. Ella se giró. Me puse tenso, pensaba que me iba a recriminar mi intromisión con algún tipo de reprimenda. Pero ante mi sorpresa, me sonrió.

-         - Sí, estoy bien. – Me dijo aquel rostro que intentaba emular el mar que teníamos delante. – Es que… Bueno… Hoy he perdido a mi marido. – Volvió a mirar al astro rey, ya casi desaparecido.

-          -Vaya… Lo siento… No sé qué decir, no soy bueno en estas situaciones. – Dije sentándome a su lado.

-         - No pasa nada. Aunque no lo parezca, no estoy triste. – Me miró con otra sonrisa en la cara – Era inevitable. ¿Sabes? Y él me hizo prometer que no me entristeciera.

La miré atónito.

-        - Me llamo Ana. – Dijo sacándome de mi pequeño shock.

-          Yo Martín. – Dije casi sin voz.

-        -  Siento si te deprimo con mis desgracias, Martin.

-         - He sido yo quien ha preguntado, no te preocupes. ¿Puedo preguntar que le pasó?

-        -  La vida, Martín, eso es lo que le pasó, que vivió. Ha llegado donde llegaremos todos algún día. No importa el camino que cogió. – Una pequeña risa se le escapó tímidamente de su garganta. -  ¿Sabes? Todo esto me lo enseñó él.

-        - ¿Cómo se llamaba?

-         - Germán. Mi Germán. Era muy listo, todo lo que  sé me lo enseñó él. Pero… Lo siento, aún no te he contestado a la pregunta de antes. Murió de una de esas enfermedades extrañas de las que nunca recuerdas el nombre. – Me dijo el nombre. Pero como ella misma me dijo, no lo recuerdo. – Recuerdo que al principio solo entendí las últimas palabras del doctor: “No le queda mucho tiempo.” Recuerdo que lloré y lloré. Lloré tanto que no me di cuenta que Germán no derramó una sola lágrima. Pasó el tiempo y uno de los síntomas se hizo latente. Perdió mucha movilidad. Durante ese tiempo la pena nos había distanciado. Hasta que un día se hartó y me dijo: “La solución no es esa, Ana. Hay que luchar.” Y acto seguido, apartó las sabanas de la cama, y con ayuda de sus manos intentó ponerse de pie. Recuerdo que me asusté mucho. Le supliqué que parara, pero no estuvo contento hasta no plantarse y llegar a trompicones hasta mí. Y me dijo “Hay que luchar, Ana, siempre hay que luchar.” Le abracé mientras lloraba. Pero ese pequeño incidente cambió mi forma de ver las cosas. Dejé de llorar y viví hasta el último minuto que me quedaba junto a él. Empezó a mostrarme el mundo desde su punto de vista, desde el punto de vista que había adquirido tras tener cara a cara a la muerte. Cuando sabíamos que se acercaba el momento me dijo: “Ana, cuando muera, derrama todas las lágrimas que sean necesarias, pero nunca sientas tristeza. Sé que te pido algo muy difícil, por no decirte un imposible. Pero eres fuerte, cariño. Todos lo somos, aunque las fuerzas nos falten en algún momento.” Dos días después murió. Acabo de venir de su funeral. Como le prometí, derramé todas las lágrimas que tenía que derramar, ni una más, ni una menos. Decidí vestirme de blanco porque Germán decía siempre que estaba muy guapa vestida de blanco. Y estoy aquí porque le encantaba esta playa y su puesta de sol. Veníamos juntos. Llámame loca, pero esta brisa me hace sentir que Germán está aquí, abrazándome y acariciándome como le gustaba hacer.

Me sorprendí a mi mismo llorando, con el corazón oprimido y un gran sentimiento de pena en mi interior.

-         - Como he dicho antes, siento deprimirte con mis desgracias. – Dijo con cara preocupada.

-          - Como he dicho antes, he sido yo quien ha preguntado. – Dije secándome las lágrimas.

Nos despedimos, puesto que el sol hacía un rato que se había escondido detrás del mar. Ese fue el día que una desconocida me enseñó el poder que las personas tenemos para afrontar todo tipo de problemas, el espíritu de lucha que nuestra alma, hasta en los momentos en los que mas abatida se encuentra, puede extraer de la nada. No he vuelto a saber de ella. Aunque a veces veo una figura blanca en un extremo de la playa, mirando al horizonte, despidiéndose del sol, la cual desaparece antes de que pueda alcanzarla. Pero sé que algún día conseguiré alcanzarla. Me lo recuerda Germán hablando a través de la voz de Ana, repitiéndose en mi mente. Hay que luchar. Siempre, hay que luchar.

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