domingo, 15 de abril de 2012

La Cadena de Plata: Sexto capítulo

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6
Ángel salió de la multitud que se agolpaba en el mercado, llevaba unas bolsas de plástico blanco que contenían la compra. Cambió su rumbo al encontrar su calle y llegó a la fachada blanca de la pequeña casa. Entró a la cocina y dejó sobre la mesa las bolsas, que con la luz del día dejaba ver las sombras de las cebollas, las patatas y el resto de verduras. Sacó de la nevera un poco de carne y de las bolsas una cebolla, un par de patatas y perejil, lo cortó todo y lo puso a hervir en agua. Salió de la cocina y se dirigió a su habitación.
Cuando abrió la puerta, el viejo olor a madera inundó su nariz, una gran cama de matrimonio con dos gastadas mesitas a los lados dominaba el dormitorio. En una de las mesitas estaba la foto de Lucía, la esposa de Ángel, una mujer de pelo castaño, con un rostro de alegría y ojos verdes que miraban fijamente a Ángel. La foto era antigua, pero ya tenía color. Empotrado en la pared y a un metro de la puerta, un gran armario ropero, con dos pequeños cajones, debajo de los enormes portones que resguardaban la ropa.
Ángel se acercó a la mesilla que sostenía la foto de la difunta Lucía. Cogió el marco dorado y se sentó en la cama, con una cara que reflejaba una fría tristeza.
-        Lucía… -pensó- si supieras lo mal que lo estoy pasando… -cerró los ojos y se los rascó como si quisiera impedir el paso a las lágrimas. Lo consiguió.
Recordó la agonía de su querida esposa durante el tratamiento del cáncer que le llevó a la muerte. Aquella sala blanca, en aquel blanco edificio, donde penas, desgracias, milagros y alegrías se juntaban en una extraña mezcla que creaba un ambiente desagradable y al mismo tiempo de gran paz. Recordó el último día con ella, cogidos de la mano, con Antonio en el colegio. Ángel se había tumbado en la cama de hospital junto a Lucia, hablaban como cualquier día cotidiano, se besaban y coqueteaban como una pareja joven a la que nada le importaba. Tras comer, el cansancio y el calor del día les vencieron, y ambos se quedaron dormidos. “Te quiero” es lo último que salió de la boca de aquellos dos enamorados. Ángel se despertó y miró el angelical rostro de Lucia. La acarició. Estaba fría y Ángel supo que significaba eso, no lloró, simplemente se acurrucó al lado de su pálido cuerpo se volvió a dormir, hasta que los médicos los encontraron a los dos.
Del dique que había formado a base de fuerza para no llorar salió una pequeña lágrima que recorrió todo su rostro y calló en su camisa. Al darse cuenta de la situación, dejó la foto en la mesilla y se levantó de la cama. Entonces, se dio media vuelta y se puso frente al colchón, lo levantó un poco y sacó una llave un poco oxidada. Se acercó al armario e introdujo la llave en el cerrojo de uno de los pequeños cajones. Dentro había un pequeño libro verde, tenía las letras y bordes de la portada plateados y gastados de haberlo usado tantas veces. Cogió el libro, un bolígrafo y un despertador y fue al salón. Miró su reloj, las dos y veintitrés minutos, se tumbó en el sofá y empezó a leer.
Pasó un rato y miró el despertador, las dos y veintitrés. Se dio cuenta de que la mancilla de los segundos del despertador no avanzaba, miró su reloj de pulsera, tampoco funcionaba. Extrañado, fue a comprobar qué le faltaba a la comida. Llegó a la cocina y no encontró más que un perfecto orden. No había rastro de las bolsas con las verduras, ni la olla con el hervido.
Oyó el ruido de una caída en el salón y el teléfono situado en la mesa de la cocina empezó a sonar. Ángel, muy perturbado por lo que estaba ocurriendo, lo cogió con desconfianza.
-        ¿Dígame?
-        Hola, -la voz hablaba con un gran tono de pena y tristeza.- somos del hospital central de la capital, le comunicamos con gran tristeza que ha habido un atentado en la estación y hemos identificado los cuerpos de Antonio Gómez y Mónica González.
Ángel empezó a temblar sin que él pudiera controlarlo, no sabía si estaba temblando por el miedo que le causaba esta situación tan extraña, o su cuerpo lo hacía por voluntad propia.
Golpeándose contra las paredes, consiguió llegar al salón, donde descubrió que el golpe que había oído era de un pequeño marco, el cual se encontraba bocabajo en el suelo. Se acercó a él y lo levantó, una foto de Leo apareció ante Ángel, la dejó en una de las estanterías del mueble de la televisión.
Encendió la televisión y empezó a cambiar de canal. Todos los canales tenían un informativo en el que hablaban del atentado en la capital. El miedo se apoderó de Ángel que solo pudo salir corriendo hacia la puerta de la casa, la abrió a la desesperada, pero no encontró su calle. Ante él se extendió un patio con un camino hacia una gran puerta metálica, con palmeras bordeando el camino. Dos caminos rodeaban el recinto, pegándose a los muros que acababan en la gran puerta metálica. Los dos pequeños jardines que nacían entre los caminos estaban compuestos de dos rosales en cada jardín, una cobertura de césped y al borde de los caminos exteriores se aglutinaban los lirios azules. Los temblores habían desaparecido, Ángel se giró, y no vio su casa, si no un enorme edificio de fachada amarilla, en forma circular deformada por algunas habitaciones que sobresalían, el tanatorio. La puerta por la que había salido al patio ya no era la de su casa, en su lugar había unas puertas automáticas de cristal. Dentro del edificio, dos ataúdes.
Intentó entrar, pero las puertas automáticas no se abrían, golpeó la puerta pero parecía que ninguna de las decenas de personas le oía. Pasó por el camino central y se paró en la puerta. Dio media vuelta, se apoyó en el muro del jardín y se sentó arrastrando su espalda por el áspero ladrillo del muro, cerró los ojos y se pasó las manos por la cara.
Cuando abrió los ojos, no estaba en el jardín. Era un sitio muy oscuro, con paredes y techo de roca, la humedad, el frío y el olor a cal inundaban el ambiente. Con él, muchas más personas, vestidas de un modo bastante antiguo. Vio a una familia en corro, rezando, que le llamó la atención. Eran cuatro personas. Una mujer con un viejo pañuelo rodeando su cabeza, y un rosario negro entre sus temblorosas manos. A su lado, dos niños que rezaban con tranquilidad, ajenos al ambiente frío y cargado de miedo que allí se respiraba. Cerrando el círculo, un hombre con una chaqueta marrón desgastada y con barro seco que había recogido del suelo. No rezaba. Simplemente mantenía los ojos abiertos y se tapaba la boca con las manos agarradas.
Unas alarmas empezaron a sonar, y el nerviosismo empezó a crecer en la gran cúpula de roca. El suelo empezó a temblar. Ángel, ante la incertidumbre, sintió el impulso de dirigirse hacia la familia que se refugiaba en la oración. Por el corto camino se encontró un espejo roto, temblando al ritmo de la tierra con la constante alarma de fondo. Se acercó a él, pero no vio su viejo rostro, sino el rostro de un joven muchacho de diez años con unos ojos azules que brillaban en la oscuridad de aquel lugar. No entendía nada, alargó la mano para quitar la fina capa de polvo que recubría el cristal. Al hacerlo vio su viejo rostro. Antes de que pudiera reaccionar, una gran sacudida del suelo junto a un gran estruendo sacudió a Ángel y lo tiró al suelo. Los temblores de la tierra empezaron a crecer, y se oyeron algunos gritos de horror y llantos. Ángel se fijó en que la familia que había dejado de observar continuaba igual, rezando, con las mismas expresiones en sus rostros, como si no se dieran cuenta de nada de lo que estaba sucediendo. Un fino hilo de tierra cayó justo delante de los ojos de Ángel. Miró arriba, el techo de roca se estaba agrietando. El sonido de las rocas resquebrajándose aumento el nerviosismo de la multitud. La gente empezó a desaparecer por varias de las salidas que tenía la cúpula, pero la beata familia continuaba allí. Ángel corrió hacia ellos para llevárselos de allí, pero mientras corría el techo de piedra cedió, sepultando a la familia entera. Ángel quedó cegado por el polvo y el sonido de la sirena, ahora más sonora que nunca le ensordeció. El polvo empezó a meterse en sus pulmones. A cada inspiración que el joven cuerpo de Ángel realizaba, podía respirar menos. El cuerpo le empezaba a fallar. La boca le sabía a sangre. Sentía en sus ojos, ya llenos de polvo, unas bolsas de arena que le obligaban a cerrar los parpados. Se tumbó en el suelo, con la total certeza de que iba a morir en aquel frío infierno. Cuando su cuerpo no pudo más, se desmalló.
Ángel despertó en el sofá de un sobresalto. Estaba sudando y le faltaba el aire. Oyó como el agua hervía en la cocina. “¿Por qué?” Se preguntó a sí mismo. Inmediatamente, se incorporó y cogió el gastado libro verde y el bolígrafo y empezó a escribir.

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